El inesperado giro que asumió la guerra una vez que los realistas decidieron reconquistar sus perdidas posesiones, enajenó aún más la participación de las clases populares, especialmente cuando los peones se vieron forzados a disparar sus armas contra sus propios hermanos. La virtual guerra civil producía espanto, divisiones y anarquía. A ello se sumó el creciente caos político que provocó la ruptura entre diferentes fracciones de la elite y su innata tendencia a debatir los más afiebrados proyectos políticos, proyectando una imagen de desconcierto y falta de autoridad. "Todos se creían gobernantes", escribió con amargura Manuel José Gandarillas algunos años más tarde, "y ninguno quería ser gobernado"11. No sin razón, un testigo realista de la época describió a los líderes de la insurrección patriota como "mandones e ilusos"12. De igual forma, el virrey Abascal denunció en abril de 1813 a los jefes patriotas como un grupo reducido de "egoistas que abrigando ambiciosos planes de mando, encendían en su patria las rivalidades y partidos, llevándola a la ruina y desolación..."13. Al capturar la ciudad de Santiago, el 5 de octubre de 1814, las autoridades monarquistas continuaron desprestigiando a los líderes de la emancipación, a quienes describieron con los epítetos de "almas inquietas, ambiciosas o alucinadas... quiméricos... monstruos de iniquidad... ambiciosos y tumultuarios".
El creciente desprestigio del liderazgo patriota y el colapso de las antiguos mecanismos de control social, proporcionaron al peonaje la oportunidad para desplegar su crónica insubordinación, su espíritu pícaro y su crónica falta de respeto. "A más de la escasez de bagajes", escribió en su Diario de campaña el mayor general Francisco Calderón al describir el desplazamiento del ejército de OHiggins hacia Concepción a mediados de marzo de 1814, "uno de los arrieros se llevó en la noche 15 mulas"15. Que la víctima principal de este atentado haya sido una de las máximas autoridades del gobierno nacional demuestra la descarada conducta que asumió el populacho frente a quienes, en su opinión, no dejaban de ser meros caudillos. "Estos milicianos del campo", escribió el letrado cronista José Rodríguez Ballesteros, "son propios para las armas, y por naturaleza buenos soldados para campaña, pues su clase conserva la sangre araucana..."
¿Por qué el bajo pueblo chileno decidió marginarse del enfrentamiento que dividía a la aristocracia? Diversos autores coinciden en describir la ausencia de reformas sociales, políticas o económicas que modificaran las condiciones de vida del bajo pueblo durante la administración borbona. Por el contrario, como han demostrado investigaciones recientes, la modalidad del trabajo forzado a ración y sin sueldo fue mucho más que un símbolo de los nuevos aires autoritarios que soplaban en los pasillos del gobierno imperial: en medio de un riguroso proceso de persecución, vigilancia y castigo, los pobres de la ciudad y la campaña conocieron, a partir de 1750, el celo persecutorio de los jueces de campos y de los Alcaldes de Barrio "La estructura social", escribió John Lynch, "estaba construida en torno a la tierra, poseída por una minoría afortunada y trabajada por una masa de miserables"18. La revolución de 1810 tampoco representó ningún gran cambio. La abolición de la esclavitud, la eliminación del sistema de castas y la instauración de un régimen formal de igualdad ante la Ley, no significaron mucho para la gran mayoría de los chilenos, porque no extinguieron los mecanismos estructurales que habían gestado la miseria y que obligaba a la mayor parte de la población a vivir como gañanes, afuerinos y temporeros. Para el bajo pueblo, la ruptura iniciada por la elite solamente significó un cambio en la administración del país y una consolidación de los mecanismos de exclusión que se habían perfeccionado en las pasadas décadas. A nivel local, en el microscópico mundo de estancias y villas, los terratenientes continuaron ejerciendo ferréamente la autoridad, sin permitir que la revolución política transformara de manera alguna el antiguo modelo señorial. Tampoco permitieron que prosperara un espíritu de reforma social, si bien se alzaron voces tímidas que denunciaron las lacras de la dominación colonial demandando más justicia y equidad en el trato que se daba a los grupos populares. "La pobreza extrema, la despoblación asombrosa, los vicios, la prostitución, la ignorancia y todos los males que son efecto necesario del abandono de tres siglos", afirmó Manuel de Salas en su conocido Oficio de la Diputación del Hospicio, "hacen a este fértil y dilatado país la lúgubre habitación de cuatrocientas mil personas, de las que dos tercios carecen de hogar, doctrina y ocupación..." Arruinados, sudando sangre, extenuados, miserables y desarraigados, los labradores, artesanos, mineros y jornaleros se enfrascaban en los vicios más infames para soportar una "existencia insufrible". "Levantad el grito para que sepan que estáis vivos", argumentaba por su parte el fraile Antonio Orihuela en 1811, en una confusa proclama dirigida a los penquistas, "y que tenéis un alma racional que os distingue de los brutos, con quienes os igualan..."
El bando monarquista tampoco ofreció grandes cambios. "Estos valerosos y sufridos soldados", apuntó a modo de epílogo de la Patria Vieja el coronel realista Antonio Rodríguez Ballesteros, al referirse a los contingentes que engrosaron los ejércitos de Antonio Pareja, Gabino Gaínza y Mariano Osorio, "que abandonaron sus hogares y sus familias y derramaron su sangre en el servicio del Rey, siempre desnudos y llenos de miseria, unos sin brazos, otros sin piernas y todos llenos de contusiones, impedidos totalmente para trabajar en lo sucesivo y para mantener sus mujeres y un crecido número de hijos, fueron inhumanamente despedidos del servicio..." Sin embargo, antes de morir o de verse obligados a sobrevivir como pordioseros, siempre quedaba para el peonaje la posibilidad de fugarse o desertar, dejando en los comandantes el amargo sabor que causa la traición en el campo de batalla. No sin razón, una de las frases más utilizadas por los comandantes de la época fue señalar que "la mayor parte de las milicias se habían desertado..."
El beneficio que la revolución independentista reportó al bajo pueblo fue prácticamente nulo; peor aún, la liberación del tutelaje madrileño permitió que la aristocracia chilena comenzara a ejercer su poder sobre los plebeyos sin las salvaguardias jurídicas que les había brindado el antiguo sistema monárquico. Así, confrontados con la opción de sumarse a los bandos en pugna, irrumpió el bajo pueblo desempeñando su nuevo rol de desertor o bandolero. Empero, a diferencia de sus ancestros -los vagos, ociosos y malentretenidos que asolaron el campo chileno desde mediados del siglo XVII-, los nuevos tránsfugas portaban armas de fuego, se movían en gavillas o bandas y habían recibido entrenamiento bélico. Muchos eran experimentados arrieros, cuatreros o salteadores, y no pocos habían participado en los feroces malones araucanos que asolaron el mundo trasandino. En común, todos tenían un buen conocimiento del terreno y poseían la habilidad guerrillera para conformar las primeras montoneras populares. Su afán no era solamente sobrevivir en un medio abiertamente hostil, sino desafiar el poder de la elite. Por supuesto, durante la Patria Vieja, este fenómeno se manifestó solamente en su estado embrionario. Alternativamente, y esa fue la posición que asumió la mayor parte del populacho, muchos hombres de la plebe prefirieron permanecer como pasivos testigos de las encarnizadas luchas que protagonizaba la elite. "Grupos de curiosos, compuestos principalmente de hombres del pueblo y de vendedores del mercado público", escribió Barros Arana al describir el enfrentamiento que se produjo en la Plaza de Armas de Santiago entre patriotas y monarquista durante el motín de Figueroa, "parecían esperar llenos de inquietud el desenlace de aquel inusitado aparato militar".
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